martes, 24 de mayo de 2016

Poesías y textos en prosa escritos durante el periodo del servicio militar.

Justo después del Adiosito  de Magisterio corrí hacia la Caja de Reclutas (antiguo edificio donde se gestionaba todo lo referente a los sorteos y reemplazos de soldados para cumplir  con el Servicio Militar) para anular una prórroga que tenía concedida por estudios. quería quitarme de en medio este lastre de trece meses cumpliendo  con la patria.
Allí, en el cuartel había mucho tiempo libre para escribir cartas a las novias o a la familia, y también para los que nos iniciábamos en el juego de las palabras, había una gran biblioteca donde poder consultar  libros , enciclopedias y tener momentos de sosiego tras los días polvorientos, tragando saliva y saltando de matorral en matorral y de charco en pedregal. 
Buscando rincones de tranquilidad para reflejar por escrito  mis sensaciones personales, los encontré, y los frutos, por lo menos en cantidad fueron bastantes.


TRANCE. 1983. 

Amor, relámpago luminoso, fiero,
resquebrajo de acero,
tierno y bondadoso y a la vez…
duro como un te quiero;
frágil promesa que cae con el trueno,
ruido infernal que aletarga sentimientos.
“En cada tormenta, es distinto el periodo de tiempo
transcurrido entre la percepción del relámpago  y el trueno".


Durante este periodo escribí varias poesías retratando  a los compañeros que tenía en la Compañia, eran poemas cargados de cierta rabia e impotencia y llenos de adjetivos y "piropos" que no tendrían lugar en este blog, pues los lectores, al no conocerlos en persona no  pueden comparar. No creo que tengan interés para nadie, solo válidos como una catarsis personal de aquel momento o periodo determinado que me toco vivir con ellos. 

CALENDAS. 

Con hileras de palotes surqueo el papel,
y el tiempo no pasa sin él.
Esos numeritos me sacan la hiel,
aguardando esa libertad con fe.
Noches con días forman mi cruz,
esperando que "la blanca…"
me refleje su luz.


SOLO PALABRAS.

Palabras, que dicen…
se lleva el viento,
que alguna vez encallan en una roca,
reclamando su verdadera condición,
sin base para oídos abiertos;
torpes,
que hacen vibrar tímpanos,
 pero no emociones.
Palabras que hieren a Dios,
 más que al Yo.
Solo palabras…


FRUCTUOSA SOLEDAD AMARGA.

Soledad,
águila de los altos astros,
dueña de mi entorno en su sillón,
turbada por ruidos y olores siniestros,
agradable y egocéntrica sensación.
Amarga en ausencia del espíritu,
 clara fuente de inspiración,
pendiente de no tornar  terrea grieta,
cuando ese tabú, es agua en canción.


CORRAL.

Ventana acrobática,
conexión exterior,
malla gallinácea,
 frontera de formol,
perjuicio parcial
de música y amor,
danza cansina
 de jóvenes en ardor.
Pastores guardianes,
vociferan el mover
de un ser humano
que viene a perder;
todo organizado,
 con una sola mano,
y no hay uno
que apele como hermano.
De una piedra
quieren sacar talco,
y por orgullo, ella,
se queda en el charco.
Ahí quedáis,
torpes gusanos,
a vencer a otros,
 con vuestras sucias manos.


HARTITUDES.

1.-En la noche…
 dos nortes me emparedan,
su vaho sepulcral adormilante,
 me embriaga;
los vientos noroestianos se estancan.
Puerilidades fantasmeantes aturden mi alma.
Niños atormentados por patriarcas,
dominan el país de los pobres ciegos impotentes,
Voces pueriles enroncadas,
ensombrecen la prudencia,
mis sentimientos hierven,
con cucarachas pestilentes.

2.-Hartos, algunos seres,
perecen en el abismo,
ni la despedida, merecen, el olvido,
ejemplo seguro de mi posterior grito,
en ese putrefacto entorno del nido.
Recuerdo añorante de vidas futuras,
memoranza secreta de espíritus con flema,
templanza, una más de mis culturas,
que se lanza al mundo, desnuda en la duna.

CARAS.

Rostro admirablemente observado,
sensuales ojos reflejados en  los míos,
prietos  labios me lanzan su vaho,
succiono  todo ello como inhibido.


APUNTES  SOBRE LAS VIVENCIAS DE UN SOLDADO DE ÉLITE. 1984.

Capítulo primero.
Fue en el comienzo de mi periodo dedicado al servicio militar cuando me abordó la idea de escribir un pequeño libro acerca  de ese tema que me había robado tantas horas de sueño y de conversación. Se trataba de contar y describir las experiencias que allí me rodeaban; pero la falta de concentración que reinaba en todo momento; sobre todo en los albores de esta nueva situación que no había vivido nunca, y por lo tanto acusaba algunos problemas de adaptación; fueron los que hicieron poco a poco evadirme de esta actividad, incluso la narración de aspectos relativos a este tema me ponía  furioso, ya que era un modo de volver a recordar hechos que no me agradaron en absoluto.
De todos modos, y sin más preámbulos, así empezó aquella labor:
Mi primer contacto con aspectos referentes a la vida militar ocurrió al visitar una exhibición de aviación que se realizó en la feria de Albacete en su Base Militar, con motivo de un acto llamado “exaltación a la bandera”. Aunque ya eran conocidos para mí hechos como, los desfiles en televisión  del día de las fuerzas armadas, noticias relativas a guerras y otras hazañas bélicas y de entrenamiento, edificios castrenses como las garitas que se veían desde el autobús en mis cotidianos viajes a Valencia o a Albacete, que eran los únicos viajes que había realizado en mi época de escolante de EGB. La Base de Albacete me impresionó por las dimensiones de aquella explanada de hormigón y de alquitrán utilizada como pista; esos “avioncitos” espantosos que sobrevolaban la muchedumbre visitante a una velocidad escandalosa por el estruendo que originaba; un avión nodriza fuera de servicio, me sugirió la idea de habilitarlo como vivienda, para pasar ratos de fiesta; esa cantidad  de soldados desparramados, cada uno con un cometido distinto y, pensando entre sí (igual que yo lo pienso ahora), que podría estar en otro sitio haciendo algo más positivo que vigilar un carro de combate o una garita.
Desde que cursaba los últimos años de enseñanza  básica, mi mente era bombardeada algunas veces, por pensamientos militares, pero no porque fuese algo que me llamara la atención, sino porque era algo que me daba miedo, especialmente a lo relacionado con mis aptitudes físicas tan necesarias en el servicio; aunque ahora sea mayor la preocupación relacionada con el dominio que los mandos tienen sobre nuestras acciones, sean del tipo que sean.
Así, mis mecanismos de defensa ante ese conflicto se manifestaban en mi psique haciéndome ver perspectivas como; que la mili era innecesaria, que debería ser voluntaria, que había una cantidad ingente de gastos por parte del gobierno, que se acusaba el hecho continuo de una gran despersonalización del individuo, etc.

Capítulo segundo.
Bueno, y al fin, llegó el momento, tras los trámites de prórrogas, anulación de la última, y el día de mi llegada a la Caja de Reclutas de Albacete, a recoger el equipaje. Un bolso, estilo petate, de color marrón, una chocolatina, un bollo de pan, una lata de sardinas y cuatro galletas de chocolate, era la comida asignada como kit de supervivencia para pasar toda la noche y parte del día siguiente, embarcado en un descacharrado tren nocturno llamado “borreguero”, el orgullo de Renfe, por lo barato que tenía que resultar y lo lento de su caminar parándose hasta en descampados donde no había ni estación.
El único alivio que tenía era que iba a Madrid acompañado de compañeros que conocía, de haber cursado  estudios con ellos. Conforme se acercaba Madrid, deseaba que se fuese alargando el viaje (incluso puedo decir que se me hizo bastante corto por las escasas ganas que tenía de llegar), pero era irremediable, el tren era lento, pero le ocurría como a las tortugas, que al final llega a su destino, entre los cantares de un vendedor de cordones, cadenas y candados que no paró en toda la noche de ofrecer sus productos de compartimento en compartimento. Hicimos un trasbordo de dos o tres horas en Madrid para coger el tranvía que nos llevaría a Colmenar Viejo, fin de destino. En este nuevo transporte íbamos como los filetes de caballa en aceite, pero sin aceite, con mucho sudor, y repletos de petates y señoras de la tercera edad que se quejaban continuamente y en vano, de los servicios de la empresa.
Era mediodía, ya en la estación de Colmenar, y tras esperar horas sin tener nada que echarte a la boca, pues los suministros habían volado en la traqueteada noche, llegaron a recogernos un grupo de camiones de guerra y autobuses militares del centro de reclutamiento. Yo seguía asustado, a pesar de la buena compañía de la que gozaba, pues habíamos pasado la noche contando chistes y anécdotas, que momentáneamente nos separaban de la tarea que teníamos asignada. Pero volviendo a la realidad, eran tan poco alentadores los comentarios y las opiniones de mis compañeros, como los que salían de mi boca.
Tras la primera formación de paisano al estilo de las películas de nazis, la policía militar a base de gritos y empujones nos colocaba en filas mostrando muy poco respeto por el material que allí llegaba. Ya en los vehículos, sentados  casi amontonados, hicieron una colecta para el “abuelo” que estaba a punto de licenciarse. Llegamos al “campo de concentración”, porque no  me sugería otro calificativo aquel campamento cercado  de alambre de espino, lleno de focos, garitas y altavoces de megafonía que susurraban canciones y marchas militares de bienvenida. Tras el registro de petates de rigor, y de entrega de objetos inadecuados; como una navajilla de llavero que no sé lo que tendría eso de peligroso, o botellas de bebidas alcohólicas que algunos portaban para hacer más llevadero el tránsito; me destinaron a la  undécima compañía.

Capítulo tercero.
Era una nave de dos plantas de la que no se veía el fondo, por lo larga que era; no me hacía a la idea de que estaba allí envuelto entre militares de profesión y niños  a la vez; porque en el fondo se les veía algo de puerilidad y de juego,  y a la vez frustración de inquietudes que se verían truncadas durante su infancia y adolescencia, aunque eso sea mucho suponer. Tras la entrega del montón de  ropas blancas y verdes, calzado y otros enseres metálicos, que tuvimos que transportar entre las manos por entre las calles de aquel fuerte apache, y después de colocarlas como pudimos en aquellas taquillas rumientas, (ahora ya entiendo para qué eran los candados  que vendían en el tren), nos cortaron el pelo casi al cero.
Vestido de verde, con la cabeza pelada como un pollo y un bigote que parecía un frenazo de bicicleta o una procesión de hormigas, me encontré ante  la puerta de los gigantescos comedores donde se oyó por la megafonía, un toque  llamado de fagina que nos dispuso a entrar, en los que había unas salas inmensas donde, una vez sentados todos al unísono a toque de cornetín, si levantabas la mirada sólo se veía un campo sembrado de cabezas rapadas y el murmurar del cucharateo, sin una palabra más alta que otra.
Todo aquello hacía pensar que allí sólo se iba a comer y únicamente a comer, nada de conversaciones, ni rechistar por nada, además no nos conocíamos ninguno de nada. La primera comida, una paella bien hecha pero con la particularidad de que, en vez de carne de pollo o conejo llevaba salchichas Frankfurt cortadas en rodajas anchas. Me lo comí todo, pues era más el hambre, que las ganas de comer, lo que reinaba por allí. Un segundo, resultón de lomo adobado con patatas. De postre, una fruta contada para cada uno y vino con gaseosa para beber.
Fue otro toque de corneta, el que no puso firmes frente a las mesas, hubieras acabado o no, y sin prisa, ni pausa, desalojando el salón comedor, y de nuevo a la formación y posteriormente a la sede de la compañía, a hacer los quehaceres del soldado; hacer la cama litera de tres pisos, limpieza de botas y ordenar todo aquel maremágnum que se amontonaba en aquel armario metálico, semi-derrengado por el paso de  los reemplazos.
Después llegaron los temidos reconocimientos médicos y las sangrientas vacunas a base de pistola, donde algunos caían como moscas en la fila, desplomados como muñecos de trapo. Recuerdo que para obtener el grupo sanguíneo y el RH tenían un cajón con tantas casillas numeradas como soldados de la compañía, donde depositaban la muestra de cada uno. En nuestro caso, por lo que allí se comentó, faltaron algunos soldados, y no se dejó su casilla vacía, por lo que se  confundieron los resultados y se anuló  todo el análisis.

Capítulo cuarto.
Transcurrieron los cuarenta primeros días en un santiamén entre alegrías y preocupaciones, pero en definitiva, la tónica general, podría considerarse como aceptable.
Frecuentábamos con frecuencia, sobre todo a la hora de la cena, si pasábamos del rancho, el Hogar del Soldado  o una gran cafetería llamada “El Paraguas “ por la forma circular de la nave principal y el por el entramado de la estructura de su techo, semejante a un paraguas gigantesco. En estos lugares se alternaba con amigos que habías conocido de manera casual y que luego les ibas tomando cierto cariño, para después tener que separarte de ellos y buscarte la vida de nuevo cuanto te cambiaban de destino a otro cuartel, tras la jura de bandera. Allí  nos reíamos  a carcajada limpia, olvidándonos de de todo lo referente a la mili, que no era muy placentero. Además se podía ver gente civil de paisano, de visita a ver a sus familiares.
La jornada diaria, era dura; instrucción militar, gimnasia, duchas, teórica, para arriba, para abajo, barrer, fregar, zafarranchos de todo tipo, cambios constantes de ropa al cabo del día según la actividad; siempre en definitiva controlados, sin tener apenas un momento para tus cosas personales, siempre de carreras, incluso para ir al comedor, aunque luego tuvieras que esperar media hora en posición de descanso antes de entrar.
Tantas cosas se podrían contar acerca de este primer periodo, pero las reservo para evocarlas en momentos en que esté más inspirado, para así reírme de las tonterías y sandeces que se realizaban allí; además pienso que carecen de importancia para ser relatadas aquí; no obstante, algún día piense lo contrario y me ponga a revivirlas, pero quizás sea demasiado tarde y no me acuerde de ellas por su insignificancia.
La función principal de esta cuarentena era la aclimatación con este mundo, donde se compartían tantas cosas y a la vez estabas más solo que la una, donde existían los cuatro medicamentos milagro del botiquín, que hacían que todos estuviesemos en perfecto estado de salud. Todo preparado y en función de la preparación del acto de la jura de bandera, que era la culminación de todo este periodo. La única frase que había que aprenderse era;  “…hasta la última gota de nuestra sangre” “ ¡Si! y luego decir ¡viva! varias veces según el orador que dirigía la ceremonia.

Capítulo quinto.
El día de la Jura de Bandera, aunque parezca mentira, uno se emociona, por los rasgos de los actos emotivos y a la vez inculcadores del orgullo personal y nacional que incluye el discurso, el aplaudir enfervorizado de los asistentes, los diferentes temas  militares interpretados por la singular banda de música, el orden  y el acompasamiento en todos los actos; son cosas que llaman a uno la atención por no haberlas visto tan de cerca.
Este día fue a visitarme de sorpresa mi familia, me enteré el día anterior  de que iban a verme desfilar. Durante el acto solo  pude ver a mi padre entre la multitud sentada en las gradas, luego al finalizar, vi a mi madre que reflejaba una especial alegría en su rostro, y los aplausos que dedicaba mi padre cuando mi compañía desfilaba ante las tribunas repletas de familiares. Yo estaba contento porque además iba a disfrutar de  mis primeros ocho días seguidos de permiso en casita.
Pasados estos días rápidamente, y con muy pocas ganas de volver, regresaba al mismo lugar, pero en distinta Compañía, a la que en teoría se me asignó como maestro a enseñar a leer y escribir o a obtener el Graduado Escolar a los soldados que lo necesitaran, en Extensión Cultural dentro de la Unidad de Servicios para la que se me había reservado una supuesta plaza tras hacer una elección pública, cuando en realidad íbamos destinados a la Compañía de Seguridad o Policía Militar. La sensación de fraude era general en todos los Diplomados en Magisterio que íbamos allí destinados, quedando sólo como educador, un ceutí que al parecer iba enchufado por un General de División.
Mi desilusión fue tan grande que incluso derramé algunas lágrimas por la impotencia que suponía aquel desatino. La primera semana no prestamos servicios, pero en esta compañía, era la vida incluso más dura que en el periodo anterior de instrucción.
No tenía ni ganas de comer, no me hacía sonreír nada ni nadie, excepto las tonterías que Milikito realizaba en un programa de televisión; fue cuando  mi cara tomó por  instantes otro aspecto, pero fue  cuestión de segundos. La correspondencia epistolar y las llamadas telefónicas eran tristes: una semana de pesimismo, ante todo. Pensaba y pensaba en lo largo que se me iba a hacer  este periodo, cuando al principio creí que había tenido suerte por poder dedicarme a la enseñanza, que era para lo que me había preparado en la Universidad, todo se desmoronó en un segundo al consultar una lista. Pero en parte tenía que conformarme al pensar que todo esto se podía considerar filosóficamente como una más de las experiencias que forman a las personas y las hacen madurar, y como un ingrediente más de la agría mili  que yo mismo vaticinaba.

Capítulo sexto.
Poco a poco fui acostumbrándome al ambiente, a la gente… Tras realizar  servicios de guardia, vigilancias, escoltas de banco, imaginarias, cabo de cuartel, etc. durante más de mes y medio, igual que todos  los compañeros de andar a pie. Lo peor de todo era el cuerpo de guardia aquel mugriento y apestoso lugar que  olía a zotal, siempre ocupado por el grupo de soldados de servicio. Había una sala de estar con televisión, las dependencias de los jefes y un cuarto tétrico  de literas donde había que dormir vestidos y con el armamento, tapados con una manta áspera y marronzuzca, como las que les ponen a los burros y mulas en el lomo, menos mal que no tenían flecos.. También era desagradable tener al fondo del pasillo de esta dependencia,  el calabozo del acuartelamiento, siempre repleto de “pobres” que habían consumido drogas o habían  tenido mala conducta o birlado  o cambiado algún objeto de lugar.. Era parecido a una cárcel del oeste  americano con sus rejas, y los presos deambulando en su estancia y hablando fuerte y blasfemando  por su mala cabeza.
Al poco tiempo, le caí en gracia a un sargento en las teóricas sobre armamento y munición, entre otras cosas porque buscaban  gente  que tuviera estudios para estar en oficinas. Igualmente los soldados  que estaban en ellas y a punto de licenciarse, tenían el encargo buscaban  gente medio decente para ser sustituidos, y es por lo que me fueron introduciendo en el departamento de armamento de esta compañía de destino forzoso.
Una vez, ya de armero, rebajado de servicios, era mayor la responsabilidad  que tenía, que el trabajo físico, exceptuando los ejercicios de tiro, que daban mucha faena. Como todo, había ventajas e inconvenientes de ocupar aquel puesto, pero, parece que la elección fue acertada. A los pocos meses me colocaron un distintivo rojo en las hombreras, como soldado de primera, lo que vulgarmente se llamaba “peseta”. Cuando se licenció el más veterano de la oficina, quedó libre una cama  en el cuartillo de los oficinistas y decidí cambiarme de la nave general, (donde dormías con todos, en una especie de camarillas hechas a base de literas colocadas en forma de cuadrado quedando un espacio en el centro para compartir ratos de ocio y asueto, comidas, como queso curado, caña de lomo, latillas etc., conversación y buenos ratos que pasaba con mi amigo sevillano y otro  conquense), a aquel compartimento más privado e independiente. Había una litera de tres pisos, la mía la del medio, como siempre mi condición de estar en medio, o al menos esa era mi sensación. También se encontraban allí dos  taquillas dobles, una ventana con seis cristales, por la que miraba el paso del otoño y contaba las estaciones del año esperando que se le volvieran a caer las hojas a los árboles que se podían ver desde ella; era el punto de referencia luminoso que me alumbraba en mis horas dedicadas a pensar, una lámpara semi-descompuesta que daba a la estancia un tono entre familiar y solitario, aunque de lo primero no tenía nada, pues cada uno de los tres que morábamos allí iba a lo suyo, a pesar de  trabajar en el mismo pasillo.
Casi siempre era el primero en meterme en la cama, aunque permanecía despierto hasta que el silencio lo dominaba todo. Ya me dijo un amigo que en la mili  lo que menos se pasa es sueño, era verdad. Llegaba uno y se originaba una pequeña charla sobre cómo había ido el día, venía el otro,  y empezaba otra conversación. Otras veces me abstenía y en vez de hablar de cosas tan pasajeras y repetitivas, me hacía el dormido y  no tomaba parte. Este parecía  a veces el cuarto de los ruidos, se oye la televisión y conversaciones de la sala contigua, donde los soldados pasan las noches, comiendo pipas y viendo fútbol, hasta después incluso del toque de silencio. Alguna vez ha habido que apagar la televisión a altas horas de la madrugada, por lo molesto del pitido infernal del fin de emisión. Por estas y otras cosas en ocasiones era difícil conciliar el sueño, pero como digo, tiempo para dormir, sobra.
La nave donde duerme el resto del personal estaba compuesta por  dos filas de literas de tres pisos con un muro de taquillas en el espacio central, dejando a su vez dos pasillos. Aunque a veces esta configuración se cambiaba,  haciendo camarillas o colocando las taquillas detrás de las camas.
Abajo en el hall había una maqueta en miniatura de todo el campamento, admirada por los que nos visitan casualmente, pero pataleada y maltratada por los   que la tenían cerca, quizás el fiel reflejo del soldado encargado de su cuidado y mantenimiento, un ser horripilante y antipático, al parecer  enchufado de alto voltaje que no le caía bien a nadie.
En el cuarto de armamento es donde pasaba la mayor parte del tiempo. Se trataba de una habitación no demasiado grande repleta de cajones y armarios hasta el techo para ordenas las balas, ametralladoras, subfusiles, cascos blancos, trinchas,  defensas, esposas, y demás enseres propios de la policía militar. Un mostrador de madera, como en las tiendas, me separaba del “público” que venía a solicitar su correspondiente artículo según el servicio que tuviera asignado. Debajo de esa barra que  no era de bar, había una cama plegable donde  también pasé algunas noches de novato, hasta que me trasladé al  lugar citado. Allí siempre tenía que haber alguien custodiando todo aquel material, generalmente los menos veteranos. Esta especie de muro, hacía  las funciones de parapeto psicológico, -de aquí para adentro mandaba yo, y también era el responsable directo de que todo estuviese en perfectas condiciones, y por ello actuaba  convenientemente. Justo enfrente de mi “tienda”, al otro lado del pasillo, se encontraba el despacho de oficinistas,  donde se confeccionaba la lista de servicios. Formaban parte de nuestra competencia y envidias por parte de ellos, porque nosotros, mis dos compañeros y  yo estábamos muy tranquilos, según ellos. Había veces que un soldado llevaba dos  o tres días sin descansar de servicios  a piñón fijo, y acudían a nuestra dependencia a confesarse en voz alta,  por si no los oían los de enfrente, pero era en balde, porque al que se quejaba todavía le apretaban más la tuerca. ¡Menudos elementos había ahí metidos!
En los aseos, al fondo del hall, había colgada una fila de cristal de  espejo sobre las hileras de lavabos, y detrás unas rumientas duchas con la base de madera de barco ideales para albergar los hongos para los pies. Había otra parte dedicada a las letrinas con los urinarios en la pared contraria; aquí uno se desahogaba y aliviaba los grandes  males. No sé porqué había siempre alguna abeja revoloteando, eso mosqueaba mucho por el peligro de  si atacaba  en algún  lugar delicado del cuerpo.

Capítulo séptimo.
La radio portátil, mi bolígrafo, y mis papeles me acompañaban a todos los sitios para ir tomando nota de caracteres y aspectos  que servían de material para componer un escrito, una poesía  o una narración. Era cierto lo que se decía del lugar, todo era muy bonito, pero su trasfondo psicológico  no lo era tanto. Montañas nevadas casi todo el año como las de Navacerrada y Somosierra, zonas de pastizal, verdes, donde las vacas pacían sosegadamente mientras el toro las vigilaba, todo vallado, extensiones de terreno  desgastadas por el constante pisoteo de los soldados marcando el paso en las horas de instrucción. Grandes  naves para  colocar jóvenes, como si se tratara de amueblar una gran habitación, o colocar mercancías en  un hangar. Al fondo un castillo, el de comandancia, que entre las nieblas mañaneras parecía de un cuento de hadas, sin tener en el fondo, nada de fantasía, pues allí se cocían  las ideas sobre supuestos ataques y guerras imaginarias. Había también jardines y vegetación  que alegraban estas construcciones severas y austeras de granito, así como aquellos barracones  de madera construidos en la posguerra que  estaban en las orillas de  este gran poblado militar que como ya dije  se parecía mucho al de  Matthaussen aunque  dentro de esta “ciudad” había incluso biblioteca, fonoteca, botiquín, cine, plazoletas, bares, cantinas, todo bien organizado y limpio exteriormente, donde solamente se veía gente  vestida de verde. Un lugar donde aprendíamos cosas nuevas, ya fueran buenas o malas, donde cambiábamos de tendencias, donde nos relacionabamos con  gentes y ambientes desconocidos, donde echabamos a perder costumbres adquiridas con el paso de los años y cogíamos otras tantas, peores o mejores. Al acabar  la mili, bueno una semana antes, nos condecoraron públicamente a los soldados que no habíamos tenido ningún arresto durante la estancia, con un Diploma de Honor, que era la envidia de los que no lo habían conseguido, alegando que no tuvimos motivos para rebelarnos, ni situaciones para portarnos mal, al estar protegidos por el cascarón de la oficina.
 En definitiva, el servicio militar, una experiencia más, que tenía tantas cosas negativas como positivas, y que afectaban tanto al cuerpo, como al alma de los individuos que eramos sometidas a ella.
Aquí como vemos, acaba este intento de escribir algo sobre mi particular paso por estos lugares; no incluyo muchas anécdotas porque no acabaría nunca, y además se haría pesada la lectura de cosas  particulares que  a nadie interesarían.

¡Ahí queda eso!


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