Justo después del Adiosito de Magisterio corrí hacia la Caja de Reclutas (antiguo edificio donde se gestionaba todo lo referente a los sorteos y reemplazos de soldados para cumplir con el Servicio Militar) para anular una prórroga que tenía concedida por estudios. quería quitarme de en medio este lastre de trece meses cumpliendo con la patria.
Allí, en el cuartel había mucho tiempo libre para escribir cartas a las novias o a la familia, y también para los que nos iniciábamos en el juego de las palabras, había una gran biblioteca donde poder consultar libros , enciclopedias y tener momentos de sosiego tras los días polvorientos, tragando saliva y saltando de matorral en matorral y de charco en pedregal.
Buscando rincones de tranquilidad para reflejar por escrito mis sensaciones personales, los encontré, y los frutos, por lo menos en cantidad fueron bastantes.
TRANCE. 1983.
Amor, relámpago luminoso, fiero,
resquebrajo de acero,
tierno y bondadoso y a la vez…
duro como un te quiero;
frágil promesa que cae con el trueno,
ruido infernal que aletarga sentimientos.
“En cada tormenta, es distinto el
periodo de tiempo
transcurrido entre la percepción del
relámpago y el trueno".
Durante este periodo escribí varias poesías retratando a los compañeros que tenía en la Compañia, eran poemas cargados de cierta rabia e impotencia y llenos de adjetivos y "piropos" que no tendrían lugar en este blog, pues los lectores, al no conocerlos en persona no pueden comparar. No creo que tengan interés para nadie, solo válidos como una catarsis personal de aquel momento o periodo determinado que me toco vivir con ellos.
CALENDAS.
Con hileras de palotes surqueo el
papel,
y el tiempo no pasa sin él.
Esos numeritos me sacan la hiel,
aguardando esa libertad con fe.
Noches con días forman mi cruz,
esperando que "la blanca…"
me refleje su luz.
SOLO PALABRAS.
Palabras, que dicen…
se lleva el viento,
que alguna vez encallan en una roca,
reclamando su verdadera condición,
sin base para oídos abiertos;
torpes,
que hacen vibrar tímpanos,
pero no emociones.
Palabras que hieren a Dios,
más que al Yo.
Solo palabras…
FRUCTUOSA SOLEDAD AMARGA.
Soledad,
águila de los altos astros,
dueña de mi entorno en su sillón,
turbada por ruidos y olores
siniestros,
agradable y egocéntrica sensación.
Amarga en ausencia del espíritu,
clara fuente de inspiración,
pendiente de no tornar terrea grieta,
cuando ese tabú, es agua en canción.
CORRAL.
Ventana acrobática,
conexión exterior,
malla gallinácea,
frontera de formol,
perjuicio parcial
de música y amor,
danza cansina
de jóvenes en ardor.
Pastores guardianes,
vociferan el mover
de un ser humano
que viene a perder;
todo organizado,
con una sola mano,
y no hay uno
que apele como hermano.
De una piedra
quieren sacar talco,
y por orgullo, ella,
se queda en el charco.
Ahí quedáis,
torpes gusanos,
a vencer a otros,
con vuestras sucias manos.
HARTITUDES.
1.-En la noche…
dos nortes me emparedan,
su vaho sepulcral adormilante,
me embriaga;
los vientos noroestianos se estancan.
Puerilidades fantasmeantes aturden mi
alma.
Niños atormentados por patriarcas,
dominan el país de los pobres ciegos
impotentes,
Voces pueriles enroncadas,
ensombrecen la prudencia,
mis sentimientos hierven,
con cucarachas pestilentes.
2.-Hartos, algunos seres,
perecen en el abismo,
ni la despedida, merecen, el olvido,
ejemplo seguro de mi posterior grito,
en ese putrefacto entorno del nido.
Recuerdo añorante de vidas futuras,
memoranza secreta de espíritus con
flema,
templanza, una más de mis culturas,
que se lanza al mundo, desnuda en la
duna.
CARAS.
Rostro admirablemente observado,
sensuales ojos reflejados en los míos,
prietos labios me lanzan su vaho,
succiono todo ello como inhibido.
APUNTES SOBRE LAS VIVENCIAS DE UN SOLDADO DE ÉLITE. 1984.
Capítulo primero.
Fue en el comienzo de mi periodo dedicado al servicio militar
cuando me abordó la idea de escribir un pequeño libro acerca de ese tema que me había robado tantas horas
de sueño y de conversación. Se trataba de contar y describir las experiencias
que allí me rodeaban; pero la falta de concentración que reinaba en todo
momento; sobre todo en los albores de esta nueva situación que no había vivido
nunca, y por lo tanto acusaba algunos problemas de adaptación; fueron los que
hicieron poco a poco evadirme de esta actividad, incluso la narración de
aspectos relativos a este tema me ponía
furioso, ya que era un modo de volver a recordar hechos que no me
agradaron en absoluto.
De todos modos, y sin más preámbulos, así empezó aquella
labor:
Mi primer contacto con aspectos referentes a la vida militar
ocurrió al visitar una exhibición de aviación que se realizó en la feria de
Albacete en su Base Militar, con motivo de un acto llamado “exaltación a la
bandera”. Aunque ya eran conocidos para mí hechos como, los desfiles en
televisión del día de las fuerzas
armadas, noticias relativas a guerras y otras hazañas bélicas y de
entrenamiento, edificios castrenses como las garitas que se veían desde el
autobús en mis cotidianos viajes a Valencia o a Albacete, que eran los únicos
viajes que había realizado en mi época de escolante de EGB. La Base de Albacete
me impresionó por las dimensiones de aquella explanada de hormigón y de
alquitrán utilizada como pista; esos “avioncitos” espantosos que sobrevolaban
la muchedumbre visitante a una velocidad escandalosa por el estruendo que
originaba; un avión nodriza fuera de servicio, me sugirió la idea de
habilitarlo como vivienda, para pasar ratos de fiesta; esa cantidad de soldados desparramados, cada uno con un
cometido distinto y, pensando entre sí (igual que yo lo pienso ahora), que
podría estar en otro sitio haciendo algo más positivo que vigilar un carro de
combate o una garita.
Desde que cursaba los últimos años de enseñanza básica, mi mente era bombardeada algunas
veces, por pensamientos militares, pero no porque fuese algo que me llamara la
atención, sino porque era algo que me daba miedo, especialmente a lo
relacionado con mis aptitudes físicas tan necesarias en el servicio; aunque
ahora sea mayor la preocupación relacionada con el dominio que los mandos
tienen sobre nuestras acciones, sean del tipo que sean.
Así, mis mecanismos de defensa ante ese conflicto se
manifestaban en mi psique haciéndome ver perspectivas como; que la mili era
innecesaria, que debería ser voluntaria, que había una cantidad ingente de
gastos por parte del gobierno, que se acusaba el hecho continuo de una gran
despersonalización del individuo, etc.
Capítulo segundo.
Bueno, y al fin, llegó el momento, tras los trámites de
prórrogas, anulación de la última, y el día de mi llegada a la Caja de Reclutas
de Albacete, a recoger el equipaje. Un bolso, estilo petate, de color marrón,
una chocolatina, un bollo de pan, una lata de sardinas y cuatro galletas de
chocolate, era la comida asignada como kit de supervivencia para pasar toda la
noche y parte del día siguiente, embarcado en un descacharrado tren nocturno
llamado “borreguero”, el orgullo de Renfe, por lo barato que tenía que resultar
y lo lento de su caminar parándose hasta en descampados donde no había ni estación.
El único alivio que tenía era que iba a Madrid acompañado de
compañeros que conocía, de haber cursado
estudios con ellos. Conforme se acercaba Madrid, deseaba que se fuese
alargando el viaje (incluso puedo decir que se me hizo bastante corto por las
escasas ganas que tenía de llegar), pero era irremediable, el tren era lento,
pero le ocurría como a las tortugas, que al final llega a su destino, entre los
cantares de un vendedor de cordones, cadenas y candados que no paró en toda la
noche de ofrecer sus productos de compartimento en compartimento. Hicimos un
trasbordo de dos o tres horas en Madrid para coger el tranvía que nos llevaría
a Colmenar Viejo, fin de destino. En este nuevo transporte íbamos como los
filetes de caballa en aceite, pero sin aceite, con mucho sudor, y repletos de
petates y señoras de la tercera edad que se quejaban continuamente y en vano,
de los servicios de la empresa.
Era mediodía, ya en la estación de Colmenar, y tras esperar
horas sin tener nada que echarte a la boca, pues los suministros habían volado
en la traqueteada noche, llegaron a recogernos un grupo de camiones de guerra y
autobuses militares del centro de reclutamiento. Yo seguía asustado, a pesar de
la buena compañía de la que gozaba, pues habíamos pasado la noche contando
chistes y anécdotas, que momentáneamente nos separaban de la tarea que teníamos
asignada. Pero volviendo a la realidad, eran tan poco alentadores los
comentarios y las opiniones de mis compañeros, como los que salían de mi boca.
Tras la primera formación de paisano al estilo de las
películas de nazis, la policía militar a base de gritos y empujones nos
colocaba en filas mostrando muy poco respeto por el material que allí llegaba.
Ya en los vehículos, sentados casi
amontonados, hicieron una colecta para el “abuelo” que estaba a punto de
licenciarse. Llegamos al “campo de concentración”, porque no me sugería otro calificativo aquel campamento
cercado de alambre de espino, lleno de
focos, garitas y altavoces de megafonía que susurraban canciones y marchas
militares de bienvenida. Tras el registro de petates de rigor, y de entrega de
objetos inadecuados; como una navajilla de llavero que no sé lo que tendría eso
de peligroso, o botellas de bebidas alcohólicas que algunos portaban para hacer
más llevadero el tránsito; me destinaron a la
undécima compañía.
Capítulo tercero.
Era una nave de dos plantas de la que no se veía el fondo,
por lo larga que era; no me hacía a la idea de que estaba allí envuelto entre
militares de profesión y niños a la vez;
porque en el fondo se les veía algo de puerilidad y de juego, y a la vez frustración de inquietudes que se
verían truncadas durante su infancia y adolescencia, aunque eso sea mucho
suponer. Tras la entrega del montón de
ropas blancas y verdes, calzado y otros enseres metálicos, que tuvimos que
transportar entre las manos por entre las calles de aquel fuerte apache, y
después de colocarlas como pudimos en aquellas taquillas rumientas, (ahora ya
entiendo para qué eran los candados que
vendían en el tren), nos cortaron el pelo casi al cero.
Vestido de verde, con la cabeza pelada como un pollo y un
bigote que parecía un frenazo de bicicleta o una procesión de hormigas, me
encontré ante la puerta de los
gigantescos comedores donde se oyó por la megafonía, un toque llamado de fagina que nos dispuso a entrar,
en los que había unas salas inmensas donde, una vez sentados todos al unísono a
toque de cornetín, si levantabas la mirada sólo se veía un campo sembrado de
cabezas rapadas y el murmurar del cucharateo, sin una palabra más alta que
otra.
Todo aquello hacía pensar que allí sólo se iba a comer y
únicamente a comer, nada de conversaciones, ni rechistar por nada, además no
nos conocíamos ninguno de nada. La primera comida, una paella bien hecha pero
con la particularidad de que, en vez de carne de pollo o conejo llevaba
salchichas Frankfurt cortadas en rodajas anchas. Me lo comí todo, pues era más
el hambre, que las ganas de comer, lo que reinaba por allí. Un segundo,
resultón de lomo adobado con patatas. De postre, una fruta contada para cada
uno y vino con gaseosa para beber.
Fue otro toque de corneta, el que no puso firmes frente a las
mesas, hubieras acabado o no, y sin prisa, ni pausa, desalojando el salón
comedor, y de nuevo a la formación y posteriormente a la sede de la compañía, a
hacer los quehaceres del soldado; hacer la cama litera de tres pisos, limpieza
de botas y ordenar todo aquel maremágnum que se amontonaba en aquel armario
metálico, semi-derrengado por el paso de
los reemplazos.
Después llegaron los temidos reconocimientos médicos y las
sangrientas vacunas a base de pistola, donde algunos caían como moscas en la
fila, desplomados como muñecos de trapo. Recuerdo que para obtener el grupo
sanguíneo y el RH tenían un cajón con tantas casillas numeradas como soldados
de la compañía, donde depositaban la muestra de cada uno. En nuestro caso, por
lo que allí se comentó, faltaron algunos soldados, y no se dejó su casilla
vacía, por lo que se confundieron los
resultados y se anuló todo el análisis.
Capítulo cuarto.
Transcurrieron los cuarenta primeros días en un santiamén
entre alegrías y preocupaciones, pero en definitiva, la tónica general, podría
considerarse como aceptable.
Frecuentábamos con frecuencia, sobre todo a la hora de la
cena, si pasábamos del rancho, el Hogar del Soldado o una gran cafetería llamada “El Paraguas “
por la forma circular de la nave principal y el por el entramado de la
estructura de su techo, semejante a un paraguas gigantesco. En estos lugares se
alternaba con amigos que habías conocido de manera casual y que luego les ibas
tomando cierto cariño, para después tener que separarte de ellos y buscarte la
vida de nuevo cuanto te cambiaban de destino a otro cuartel, tras la jura de
bandera. Allí nos reíamos a carcajada limpia, olvidándonos de de todo
lo referente a la mili, que no era muy placentero. Además se podía ver gente
civil de paisano, de visita a ver a sus familiares.
La jornada diaria, era dura; instrucción militar, gimnasia,
duchas, teórica, para arriba, para abajo, barrer, fregar, zafarranchos de todo
tipo, cambios constantes de ropa al cabo del día según la actividad; siempre en
definitiva controlados, sin tener apenas un momento para tus cosas personales,
siempre de carreras, incluso para ir al comedor, aunque luego tuvieras que
esperar media hora en posición de descanso antes de entrar.
Tantas cosas se podrían contar acerca de este primer periodo,
pero las reservo para evocarlas en momentos en que esté más inspirado, para así
reírme de las tonterías y sandeces que se realizaban allí; además pienso que
carecen de importancia para ser relatadas aquí; no obstante, algún día piense
lo contrario y me ponga a revivirlas, pero quizás sea demasiado tarde y no me
acuerde de ellas por su insignificancia.
La función principal de esta cuarentena era la aclimatación con
este mundo, donde se compartían tantas cosas y a la vez estabas más solo que la
una, donde existían los cuatro medicamentos milagro del botiquín, que hacían
que todos estuviesemos en perfecto estado de salud. Todo preparado y en función
de la preparación del acto de la jura de bandera, que era la culminación de
todo este periodo. La única frase que había que aprenderse era; “…hasta la última gota de nuestra sangre” “
¡Si! y luego decir ¡viva! varias veces según el orador que dirigía la
ceremonia.
Capítulo quinto.
El día de la Jura de Bandera, aunque parezca mentira, uno se
emociona, por los rasgos de los actos emotivos y a la vez inculcadores del
orgullo personal y nacional que incluye el discurso, el aplaudir enfervorizado
de los asistentes, los diferentes temas
militares interpretados por la singular banda de música, el orden y el acompasamiento en todos los actos; son
cosas que llaman a uno la atención por no haberlas visto tan de cerca.
Este día fue a visitarme de sorpresa mi familia, me enteré el
día anterior de que iban a verme
desfilar. Durante el acto solo pude ver
a mi padre entre la multitud sentada en las gradas, luego al finalizar, vi a mi
madre que reflejaba una especial alegría en su rostro, y los aplausos que dedicaba
mi padre cuando mi compañía desfilaba ante las tribunas repletas de familiares.
Yo estaba contento porque además iba a disfrutar de mis primeros ocho días seguidos de permiso en
casita.
Pasados estos días rápidamente, y con muy pocas ganas de
volver, regresaba al mismo lugar, pero en distinta Compañía, a la que en teoría
se me asignó como maestro a enseñar a leer y escribir o a obtener el Graduado
Escolar a los soldados que lo necesitaran, en Extensión Cultural dentro de la
Unidad de Servicios para la que se me había reservado una supuesta plaza tras hacer
una elección pública, cuando en realidad íbamos destinados a la Compañía de
Seguridad o Policía Militar. La sensación de fraude era general en todos los
Diplomados en Magisterio que íbamos allí destinados, quedando sólo como
educador, un ceutí que al parecer iba enchufado por un General de División.
Mi desilusión fue tan grande que incluso derramé algunas
lágrimas por la impotencia que suponía aquel desatino. La primera semana no
prestamos servicios, pero en esta compañía, era la vida incluso más dura que en
el periodo anterior de instrucción.
No tenía ni ganas de comer, no me hacía sonreír nada ni
nadie, excepto las tonterías que Milikito realizaba en un programa de
televisión; fue cuando mi cara tomó
por instantes otro aspecto, pero
fue cuestión de segundos. La
correspondencia epistolar y las llamadas telefónicas eran tristes: una semana
de pesimismo, ante todo. Pensaba y pensaba en lo largo que se me iba a
hacer este periodo, cuando al principio
creí que había tenido suerte por poder dedicarme a la enseñanza, que era para
lo que me había preparado en la Universidad, todo se desmoronó en un segundo al
consultar una lista. Pero en parte tenía que conformarme al pensar que todo
esto se podía considerar filosóficamente como una más de las experiencias que
forman a las personas y las hacen madurar, y como un ingrediente más de la
agría mili que yo mismo vaticinaba.
Capítulo sexto.
Poco a poco fui acostumbrándome al ambiente, a la gente… Tras
realizar servicios de guardia,
vigilancias, escoltas de banco, imaginarias, cabo de cuartel, etc. durante más
de mes y medio, igual que todos los
compañeros de andar a pie. Lo peor de todo era el cuerpo de guardia aquel
mugriento y apestoso lugar que olía a
zotal, siempre ocupado por el grupo de soldados de servicio. Había una sala de
estar con televisión, las dependencias de los jefes y un cuarto tétrico de literas donde había que dormir vestidos y
con el armamento, tapados con una manta áspera y marronzuzca, como las que les
ponen a los burros y mulas en el lomo, menos mal que no tenían flecos.. También
era desagradable tener al fondo del pasillo de esta dependencia, el calabozo del acuartelamiento, siempre
repleto de “pobres” que habían consumido drogas o habían tenido mala conducta o birlado o cambiado algún objeto de lugar.. Era parecido
a una cárcel del oeste americano con sus
rejas, y los presos deambulando en su estancia y hablando fuerte y
blasfemando por su mala cabeza.
Al poco tiempo, le caí en gracia a un sargento en las
teóricas sobre armamento y munición, entre otras cosas porque buscaban gente
que tuviera estudios para estar en oficinas. Igualmente los
soldados que estaban en ellas y a punto
de licenciarse, tenían el encargo buscaban
gente medio decente para ser sustituidos, y es por lo que me fueron
introduciendo en el departamento de armamento de esta compañía de destino
forzoso.
Una vez, ya de armero, rebajado de servicios, era mayor la
responsabilidad que tenía, que el
trabajo físico, exceptuando los ejercicios de tiro, que daban mucha faena. Como
todo, había ventajas e inconvenientes de ocupar aquel puesto, pero, parece que
la elección fue acertada. A los pocos meses me colocaron un distintivo rojo en
las hombreras, como soldado de primera, lo que vulgarmente se llamaba “peseta”.
Cuando se licenció el más veterano de la oficina, quedó libre una cama en el cuartillo de los oficinistas y decidí
cambiarme de la nave general, (donde dormías con todos, en una especie de
camarillas hechas a base de literas colocadas en forma de cuadrado quedando un
espacio en el centro para compartir ratos de ocio y asueto, comidas, como queso
curado, caña de lomo, latillas etc., conversación y buenos ratos que pasaba con
mi amigo sevillano y otro conquense), a
aquel compartimento más privado e independiente. Había una litera de tres
pisos, la mía la del medio, como siempre mi condición de estar en medio, o al
menos esa era mi sensación. También se encontraban allí dos taquillas dobles, una ventana con seis
cristales, por la que miraba el paso del otoño y contaba las estaciones del año
esperando que se le volvieran a caer las hojas a los árboles que se podían ver
desde ella; era el punto de referencia luminoso que me alumbraba en mis horas
dedicadas a pensar, una lámpara semi-descompuesta que daba a la estancia un
tono entre familiar y solitario, aunque de lo primero no tenía nada, pues cada
uno de los tres que morábamos allí iba a lo suyo, a pesar de trabajar en el mismo pasillo.
Casi siempre era el primero en meterme en la cama, aunque
permanecía despierto hasta que el silencio lo dominaba todo. Ya me dijo un
amigo que en la mili lo que menos se
pasa es sueño, era verdad. Llegaba uno y se originaba una pequeña charla sobre
cómo había ido el día, venía el otro, y
empezaba otra conversación. Otras veces me abstenía y en vez de hablar de cosas
tan pasajeras y repetitivas, me hacía el dormido y no tomaba parte. Este parecía a veces el cuarto de los ruidos, se oye la
televisión y conversaciones de la sala contigua, donde los soldados pasan las
noches, comiendo pipas y viendo fútbol, hasta después incluso del toque de
silencio. Alguna vez ha habido que apagar la televisión a altas horas de la
madrugada, por lo molesto del pitido infernal del fin de emisión. Por estas y
otras cosas en ocasiones era difícil conciliar el sueño, pero como digo, tiempo
para dormir, sobra.
La nave donde duerme el resto del personal estaba compuesta
por dos filas de literas de tres pisos
con un muro de taquillas en el espacio central, dejando a su vez dos pasillos.
Aunque a veces esta configuración se cambiaba,
haciendo camarillas o colocando las taquillas detrás de las camas.
Abajo en el hall había una maqueta en miniatura de todo el
campamento, admirada por los que nos visitan casualmente, pero pataleada y
maltratada por los que la tenían cerca,
quizás el fiel reflejo del soldado encargado de su cuidado y mantenimiento, un
ser horripilante y antipático, al parecer
enchufado de alto voltaje que no le caía bien a nadie.
En el cuarto de armamento es donde pasaba la mayor parte del
tiempo. Se trataba de una habitación no demasiado grande repleta de cajones y armarios
hasta el techo para ordenas las balas, ametralladoras, subfusiles, cascos
blancos, trinchas, defensas, esposas, y
demás enseres propios de la policía militar. Un mostrador de madera, como en
las tiendas, me separaba del “público” que venía a solicitar su correspondiente
artículo según el servicio que tuviera asignado. Debajo de esa barra que no era de bar, había una cama plegable
donde también pasé algunas noches de novato,
hasta que me trasladé al lugar citado.
Allí siempre tenía que haber alguien custodiando todo aquel material,
generalmente los menos veteranos. Esta especie de muro, hacía las funciones de parapeto psicológico, -de
aquí para adentro mandaba yo, y también era el responsable directo de que todo
estuviese en perfectas condiciones, y por ello actuaba convenientemente. Justo enfrente de mi
“tienda”, al otro lado del pasillo, se encontraba el despacho de oficinistas, donde se confeccionaba la lista de servicios.
Formaban parte de nuestra competencia y envidias por parte de ellos, porque
nosotros, mis dos compañeros y yo estábamos
muy tranquilos, según ellos. Había veces que un soldado llevaba dos o tres días sin descansar de servicios a piñón fijo, y acudían a nuestra dependencia
a confesarse en voz alta, por si no los
oían los de enfrente, pero era en balde, porque al que se quejaba todavía le
apretaban más la tuerca. ¡Menudos elementos había ahí metidos!
En los aseos, al fondo del hall, había colgada una fila de
cristal de espejo sobre las hileras de
lavabos, y detrás unas rumientas duchas con la base de madera de barco ideales
para albergar los hongos para los pies. Había otra parte dedicada a las
letrinas con los urinarios en la pared contraria; aquí uno se desahogaba y
aliviaba los grandes males. No sé porqué
había siempre alguna abeja revoloteando, eso mosqueaba mucho por el peligro
de si atacaba en algún
lugar delicado del cuerpo.
Capítulo séptimo.
La radio portátil, mi bolígrafo, y mis papeles me acompañaban
a todos los sitios para ir tomando nota de caracteres y aspectos que servían de material para componer un
escrito, una poesía o una narración. Era
cierto lo que se decía del lugar, todo era muy bonito, pero su trasfondo
psicológico no lo era tanto. Montañas
nevadas casi todo el año como las de Navacerrada y Somosierra, zonas de
pastizal, verdes, donde las vacas pacían sosegadamente mientras el toro las
vigilaba, todo vallado, extensiones de terreno desgastadas por el constante pisoteo de los
soldados marcando el paso en las horas de instrucción. Grandes naves para
colocar jóvenes, como si se tratara de amueblar una gran habitación, o
colocar mercancías en un hangar. Al
fondo un castillo, el de comandancia, que entre las nieblas mañaneras parecía
de un cuento de hadas, sin tener en el fondo, nada de fantasía, pues allí se
cocían las ideas sobre supuestos ataques
y guerras imaginarias. Había también jardines y vegetación que alegraban estas construcciones severas y
austeras de granito, así como aquellos barracones de madera construidos en la posguerra que estaban en las orillas de este gran poblado militar que como ya
dije se parecía mucho al de Matthaussen aunque dentro de esta “ciudad” había incluso
biblioteca, fonoteca, botiquín, cine, plazoletas, bares, cantinas, todo bien
organizado y limpio exteriormente, donde solamente se veía gente vestida de verde. Un lugar donde aprendíamos
cosas nuevas, ya fueran buenas o malas, donde cambiábamos de tendencias, donde
nos relacionabamos con gentes y
ambientes desconocidos, donde echabamos a perder costumbres adquiridas con el
paso de los años y cogíamos otras tantas, peores o mejores. Al acabar la mili, bueno una semana antes, nos
condecoraron públicamente a los soldados que no habíamos tenido ningún arresto
durante la estancia, con un Diploma de Honor, que era la envidia de los que no
lo habían conseguido, alegando que no tuvimos motivos para rebelarnos, ni
situaciones para portarnos mal, al estar protegidos por el cascarón de la
oficina.
En definitiva, el
servicio militar, una experiencia más, que tenía tantas cosas negativas como
positivas, y que afectaban tanto al cuerpo, como al alma de los individuos que
eramos sometidas a ella.
Aquí como vemos, acaba este intento de escribir algo sobre mi
particular paso por estos lugares; no incluyo muchas anécdotas porque no
acabaría nunca, y además se haría pesada la lectura de cosas particulares que a nadie interesarían.
¡Ahí queda eso!
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