LOS TIEMPOS ESTÁN CAMBIANDO
Antaño, los niños y niñas salían del cole por la tarde y a
los cinco minutos iban hacia el punto de encuentro llevando un bocadillo de
media barra de pan con embutido o con chocolate en una mano y con la otra
conducían la bici. Y los que iban a pie lo hacían dando a la vez patadas a un
balón o saltando la comba. Ahora, en vez de bocadillo, llevan un smartphone y
van chateando a la vez con un montón de gente o jugando con video juegos, como el de cazar Pokemon por las calles, y van
como sonámbulos, a pique de arrollar a alguien o de que los atropelle un
vehículo.
Antes, de joven, cuando ibas por la acera y venían personas
de frente, te bajabas o dejabas la parte buena, la de dentro, si era lo
suficientemente ancha para ello. En estos tiempos, si vienen los muchachos por
la acera, quien se tiene que bajar de nuevo eres tú, y además, ni te
miran, y menos, te saludan, porque van absortos
con el móvil en la mano o escuchando música de sus auriculares. Del mismo modo,
casi ninguno cae en ceder, en un local o autobús, el asiento a unas “canas” a
menos que otro cliente harto de estar
allí, se acuerde de que tiene que volver a casa a comerse el hervido o a sacar
la basura.
Cuando éramos jóvenes
se decía, ”disfrutas más que un tonto con un lápiz o con un transistor”. Ahora los chicos y chicas no pueden vivir sin
estar conectados, y sin embargo pasan largos ratos juntos sin nada
que decir ni apuntar, y me recuerdan a ese personaje con el lápiz o el
transistor todo el día pendientes de él, como hace unos años, cuando había que
cuidar del tamagotchi. El teléfono portátil, un gran invento que lleva de todo;
linterna, cámara de fotos, brújula, termómetro, radio transistor, agenda y hasta
puedes hablar por teléfono, que es para
lo que inicialmente se creó, e incluso hacer una videoconferencia. Para qué
quieres más… solo le falta llevar navajilla, un siete usos, pañuelo y peine, y
así disfrutar de lo lindo, y además hacerte
compañía en tus momentos de soledad. Y por extensión, también nos hemos
contaminado de estas costumbres; cuando vamos al aperitivo llega el camarero
a solicitar la comanda y tiene que alzar
la voz, porque cada uno de nosotros está con su aparatito y las conversaciones
entre los comensales pierden fuerza o incluso se anulan, reduciéndose a mostrar
a los demás algún vídeo gracioso que acaba
de entrar o cualquier imagen que
desemboca en una carcajada y media, para seguidamente comerte en
silencio tu parte y repartir al final la suma.
Otra cosa, es lo de salir tarde para acostarse temprano, no
como en otros tiempos, que salíamos temprano para acostarnos tarde. Los
horarios han cambiado y también la forma pasar el tiempo libre y en concreto “el beber” sin sed. La litrona y las
pajitas era algo que ya se iba instaurando, como los calimochos y los restos de
costumbres populares como hacer una
paloma, una cuerva o un nicoplás, pero también existían como hoy, los
cubalibres a buen precio, servidos en la barra de un bar o de la discoteca. Hoy,
cada uno, poniendo de excusa, con razón o sin razón, la tan socorrida crisis,
se prepara su botellón y aprovechando el empuje social que dimana y fomenta, se
infla a cubatas en un descampado, y a continuación, entrar a varios lugares
de “marcha”, para terminar la noche bebiendo
agua mineral y pegándose un buen almuerzo de madrugada (lo cual comparto,
porque no es bueno irse a la cama sin cenar) cuando el sol ya estorba a unos
ojos que no han visto aun las sábanas de
la cama.
En realidad, los tiempos cambian y nosotros también junto a ellos.
Sebastián Tolosa Cernicharo Octubre de 2016
DÍA PRIMERO DE NOVIEMBRE DE 2016
El día de Todos los Santos, en mi
visita al cementerio, me encontré por casualidad con un pariente mío, que buscando
la tumba de sus bisabuelos, se le ocurrió comentar con visión retrospectiva en
este día otoñal, que casi siempre nos acompaña con frescos rayos de sol
equinoccial, que de niño visitaba este lugar con sus amigos, pero hoy, en estos
tiempos, no veía ninguno, preocupándose además de si iba a recibir flores de sus hijos o nietos cuando reposara aquí
para la eternidad.
Y me ha hecho rememorar el
recorrido que en nuestra edad pueril hacíamos entre los estrechos pasillos y
calles que dejan entre sí unas tumbas con otras. Todo ello efectuado con la
algarabía justa que permite el necesario silencio del camposanto para visitar
las lápidas de los abuelos, la tumba del soldado desconocido o la parte de
tierra reservada a los niños, que en anteriores épocas tenía más relevancia por
la tan elevada mortalidad infantil.
Nos deleitábamos al observar y
leer; los curiosos epitafios grabados
sobre mármol o granito, los datos sobre
edades de fallecimiento, demasiado tempranas o longevas, las fotografías
blanquecinas gastadas por la luz solar, las fechas, los nombres raros y las
anécdotas que de un año para otro se iban alimentando con algún dato más de
cosecha propia.
Igualmente siento y noto la
soledad de ese reloj, parado en la hora exacta, de aquel panteón donde, junto a
una percha de la que colgaba un traje nupcial, yacía el cuerpo inerte de una
novia que en el día de su boda nos dejó. Otra más de las fatalidades,
casualidades, accidentes, largas enfermedades, muertes de repente, el capricho
del azar… que nos irán trayendo a los mortales antes o después al reposo
absoluto. Y quizás oiremos la mencionada frase “es ley de vida” a la que
recurrimos en los sinceros pésames mientras se rocía con agua bendita un cuerpo
ya inerte que descansa en paz.
Mientras tanto, la rutina del
enterrador, con su golpe seco de azada que se clava en la tierra, y la
costumbre de familiares visitantes con la
limpieza o decoración floral que dedican a sus antepasados, entre los sollozos de
unos y los cotilleos de otros, en este día tan “señalado” del almanaque.
Sebastián Tolosa Cernicharo
LA CONSULTA DE ACEBAL
Cuando se acercaba la fecha de la consulta del otorrino de la capital, se instalaba en la boca de mi estómago un dolorcillo que no cesaba hasta que me subía en “La Requenense” de vuelta al pueblo.
Cada vez que necesitábamos usar los servicios de la compañía “Médica de Albacete”, había que pedir la cita en unas oficinas situadas en la Plaza del Altozano. Eran empleados al estilo del funcionario del siglo pasado, a los que no les afloraba la simpatía y el cariño por atender a la clientela. Una vez que tenías el “número”, tocaba esperar. Era tan temprano para la ciudad que no se veían por la calle nada más que empleados municipales barriendo y regando las calles y gente cabizbaja de camino al trabajo. Nos quedábamos mi madre y yo haciendo tiempo en la entrada del edificio de la médica que tenía unas portadas de barrotes sin cristales por las que se colaba el frío negro de las mañanas de Albacete, o bien íbamos al concurrido Bar Avión a tomar un vaso de leche caliente para entrar en calor.
Al llegar a la Plaza de La División Azul se divisaba, detrás del monumento a los caídos, el austero edificio cuyas escaleras de mármol blanco subíamos respirando aquel ambiente mezcla de olla de cocido casero y alcohol de clínica, y llegábamos a la planta del doctor Manuel Acebal y su esposa la doctora o enfermera Avelina Lucía Polvorinos, que gestionaban aquello como un negocio familiar. Había dos salas de espera y no entendía por qué, quizás por separar a los que íbamos de compañías médicas y a los que iban de pago. Aparecían ataviados frente a la puerta con una bata blanca hasta los tobillos y el espejo circular en la cabeza e iban llamando a los pacientes enfermos, alternativamente, desde el pasillo, con un tono de voz tan gastada a modo de cazalla, que cualquiera dudaría que eran especialistas en gargantas.
Tras los saludos pertinentes se hacía la religiosa entrega desagradecida e ignorada de la pesada caja de galletas Cuétara, llena de productos dulces del pueblo; magdalenas y rolletes en su mayoría, para entrar a la consulta del famoso cirujano de anginas y vegetaciones, donde daba la sensación de estar en la enfermería de una plaza de toros, con una iluminación bastante pobre, armarios blancos acristalados con utensilios acerados impolutos, ordenados en batería y una silla de barbero en la que notabas el frescor del metal en cuanto ponías las nalgas en ella. Te preguntaba cuál era el motivo de la visita e iba contestando la madre, empezaba poniéndote la cuchara en la lengua apretando tanto que te hacía cantar por soleares para verte la campanilla. Lo que más odiaba eran los embudos de aluminio con orificio cortante que usaba para verte los oídos, hacía tanta presión que se me quedaba dormido el tímpano, a la vez que dolorido, durante el resto del día.
Enero de 2016
LA CUNA DE LA FANFARRIA
Es la hora del café de medio día. Van desfilando con parsimonia los componentes de esta sociedad primitiva y se deslizan ante el mostrador sin pedir nada, ni decir las buenas tardes, solo una gestual mirada entre seria, segura y con la simpatía justa, es indicadora de que proceda el diligente repostero con su labor de servir el deseado café expreso o infusión cotidiana de rigor.
La postura erguida, paso garboso y marcial y cejas elevadas en la frente, como queriendo llegar con la coronilla al alto techo de este rancio salón, al estilo de las residencias de oficiales de la armada, buscando una salida por los arcos de los amplios ventanales y perder la mirada en un punto exterior… es lo que acompaña a los veteranos clientes.
Seguidamente, cada cual a lo suyo, sin mediar palabra, se elige la cotidiana mesa de la suerte y sentados firmemente, frotándose previamente las manos al estilo de los cirujanos antes de intervenir, organizan las singulares partidas. Unos, observadores con la silla de brazos vuelta en postura casino, observan con sigilo los movimientos de la baraja y fichas de dominó, otros, se quedan mirando la televisión fijamente, como esperando pasar la tarde sin que les duela nada. De fondo, se aprecia el sonido del molinillo de café y la vajilla que choca en el fregadero, el rebote del marfil de las bolas de billar francés, así como el ligero crujir de las páginas de los periódicos que al ondear, agitan suavemente el aire fresco que se respira en el lugar.
Un leve murmullo domina la estancia entre los golpes de puño, al soltar la carta ganadora o al propinar el seco golpazo sonoro de resina endurecida del seis doble, estampándose contra la piedra de mármol que aguanta con soltura toda esta paliza diaria entre porra y porra.
Va transcurriendo la tarde, hasta que llegan las decanas féminas, que dan al salón un toque ligero de lozanía y algarabía, nunca visto hasta estas recientes fechas, pues era lugar exclusivo de empresarios serios, funcionarios, socios eventuales y hombres de la tierra, que acataban orgullosos la norma de vestir con decoro y estar al corriente de pago de la cuota.
Al caer el sol, algo “se cuece” en la cocina, los fogones se ponen en marcha por si alguien osara probar los clásicos aperitivos condimentados con el tradicional picadillo de ajo, aceite y perejil, o algún que otro atrevimiento culinario que aporta la afición a las dietas anti-colesterol.
Se echa de menos el aroma del tabaco y la neblina correspondiente, así como el rechinar producido por el calor de la estufa de cáscara de almendra, o el conserje uniformado que se imponía cordialmente en la entrada; todo ello daba al local una atmósfera de tertulia y de ambiente distendido, donde cada uno hacía de su capa un sayo y pasaba la tarde entretenido en lo que las oportunidades del momento le permitían.
En aquellos tiempos era el centro cultural de la villa; bailes de carnaval y de fin de año, conciertos de la banda de música, espectáculos de humor, orquestinas que desde el balconcillo del rincón reverberaban en los limpios muros de carga, y por supuesto, verbenas estivales en el ajardinado patio pleno de enredaderas olorosas, mientras se amenizaban las veladas con piezas musicales en lo alto de un rococó templete a modo de cenador. Febrero de 2016
EL PREGÓN PECULIAR DE UN SENTIR PARTICULAR
Al instante de escuchar atentamente entre la multitud asistente el discurso de aquella mujer sacrificada, me puse manos a la obra. Agradecí su intervención en las redes sociales con estas palabras:
“Una gran lección fue la que nos dio anoche Mari Flor en el pregón de las fiestas de la Virgen de la Cabeza. Si ya se quedó claro con el mensaje de Iñaki el año anterior ensalzando a nuestra patrona en todos los aspectos de la vida desde que tenemos uso de razón, en esta ocasión nuestra paisana ha elevado la temperatura de tal manera, que nuestros corazones se derretían al escuchar sus palabras envueltas en sollozos y transmitirnos su devoción y la idea necesaria de unir la fe al esfuerzo, al trabajo, al sacrificio y a la bondad en esta sociedad a la deriva en que esperamos recibir sin dar nada a cambio. ¡Enhorabuena y suerte!”
Los primeros recuerdos que llamaron a mi puerta fueron aquellas fotos que conservábamos en mi casa mezcladas y sin clasificar en una caja de zapatos, entre las que me encontraba yo, en el centro, cogido de las manos de mi madre y mi padre en la verde pradera del parque de la ermita, por la que en aquellos tiempos discurría el pequeño arroyo que manaba de la fuentecilla entre juncos y álamos blancos, y traspasaba la arbolada carretera por debajo del puente donde antiguamente había un lavadero improvisado, donde en los matorrales y arbustos se tendían las sábanas blancas que ambientaban el remanso de agua con el aroma a jabón casero.
Mi afición, si se puede llamar así, por la imagen de la Virgen de la Cabeza viene de la religiosidad de mi padre, que respetaba las fiestas de guardar y recuerdo que en casa de mi abuela paterna tenían siempre un pequeño altar o capillita donde le rezaban a la Virgen y a otros santos y santas. Además, contaba mi padre que era aficionado a portear a la Virgen en su llegada desde la ermita, pero se fue desengañando porque en la entrada al pueblo la gente se hacinaba entre las andas para llevarla por las calles centrales y con el fin de evitar disputas y al ser un hombre de extrema prudencia, cedía el puesto a los ansiosos y fervorosos presumidos que sin haber sudado ni una gota, la entraban por la puerta grande a la iglesia, cuando el verdadero trabajo lo hacían otros que sin relevo la acercaban al pueblo desde su morada.
Se cerró el ciclo cuando el día de su entierro lo citó postmortem el señor párroco en el oficio de difuntos al contar que le relató que en un viaje que hicieron juntos había alcanzado la gloria al encontrarse con la virgen verdadera en la ermita de Andújar. Pero todo esto es agua pasada que no mueve molinos.
Otro caso me ocurrió con mi suegra, que en paz descanse, que era una gran devota de la Virgen de la Encarnación en Casas de Ves, así como de la Virgen de la Cabeza, aunque en esto de las vírgenes no debe haber polémica, cada pueblo tiene la suya y las celebraciones varían poco de un pueblo a otro, con las comidas y almuerzos en hermandad, misas, etc… aunque lo más emotivo venga siendo la entrada triunfal a la iglesia tras venida de la romería. La Virgen es la misma en todos lados, la madre de Jesucristo y la nuestra propia en el cielo.
Siempre veníamos a la romería el domingo y le gustaba oir la misa mayor que se realiza en la ermita a las doce del mediodía, y por supuesto recibirla en la iglesia por la tarde cuando entre vítores, zarandeos y la marcha del himno nacional se le llenaban los ojos de lágrimas. La única queja que salía de sus labios era que no se acordaban nunca de los devotos que no eran de Casas Ibáñez, y ante la frase --“Ibañeses… viva la Virgen de la Cabeza”, me miraba sonriente y me recordaba sin decir nada lo fanfarrones que somos. --Y a los demás que nos parta un rayo… --refunfuñaba sin malicia y con una carcajada. Hoy desde hace un tiempo se va teniendo una visión más cosmopolita, una proyección más amplia y se le pregunta a la gente de dónde son. Todos sabemos que desde tiempos remotos acude gente de numerosos lugares con sus ofrendas, lamentos y esperanzas.
La llevaba en el corazón como un ibañés más o como cualquier persona que sea admiradora de la tradición mariana, en concreto de esta imagen.
La celebración de esta fiesta religiosa la he vivido siempre desde fuera, nunca he sido un santurrón, aunque haya respetado el culto y de vez en cuando oiga misa o visite a nuestra madre en la ermita. Tampoco me veo portando a nuestra señora en procesión, ni siquiera trajeado, acompañando a las manolas que lucen bellos mantones y tejas bordadas a mano.
Mi acercamiento a la Virgen de la Cabeza se producía en la juventud cuando estudiaba la forma de poder colocarme en el mundo del magisterio de educación y llevar un régimen de estudio disciplinado y de concentración en las materias de la oposición, alternándolo con el buen comportamiento en el actuar correctamente con la gente que me rodeaba. Era un diálogo constante con esa entidad etérea e intocable que me daba fuerza día a día. Además me imagino a aquellos soldados heridos, desarrapados y hambrientos que fueron atendidos en los hogares ibañeses de antaño y que sin olvidar el milagro que les hizo su virgencilla de Andújar, de calmar sus sudores y alimentar el espíritu, no dudaron ni un momento en entregarla como agradecimiento, desprendiéndose de lo más valioso que tenían, que era el motivo de su fe. Gran hazaña la de estos muchachos que es la que nos trae el júbilo día a día en la ermita y las en las celebraciones anuales.
Cuando te acercas a su rostro frente a frente y la miras fijamente para pedirle un deseo o petición, no te irradia la benevolanza que te da una imagen monjil que te dice, --no te preocupes que lo vas a conseguir, sino que, ese rostro moreno de andaluza despabilada y pelo anillado te está comunicando otras cosas, ente ellas, --no creas que por venir aquí lo tienes logrado, tienes que trabajar duro, ser bueno, practicar el amor con tus semejantes, tener paciencia, contar con las dificultades que te vas a encontrar paso a paso, pero te ayudaré si te sacrificas y tendrás tu recompensa, pero no te garantizo nada.
Introduciendo por la ranura el pequeño óvolo necesario, enciendo una vela de estas artificiales que se han puesto de moda para evitar incendios, aunque el olor a cera en las ermitas sea uno más de los ingredientes necesarios con el objeto pedir fuerzas e iluminación para afrontar las dificultades. Y después te vas a casa tranquilo por haber hablado seriamente con la jefa.
Y llega el día, el último domingo de abril; no tiene pérdida, la mejor forma de quedar para una reunión, a nadie se le olvida. Estando en la cama de niño nada más romper la madrugada, ya se oían danzar los tractores con los cantares y voces de gente subida en los remolques con los utensilios para pasar una jornada de alegría asando chuletas y revolcándose en la hierba entre los juncos, mientras se oían las campanas de la ermita que volteaban y volteaban sin parar. Hoy ha cambiado el panorama, aunque el programa de actividades sea el mismo, al estar emulando otras romerías cercanas, el montaje se prepara con antelación de dos días, y aquello parece más un asentamiento de los bárbaros que un almuerzo campestre en armonía con los tuyos. Y visitar la ermita, el trasiego de gentes de otros lugares que vienen a orar, a pedir fuerzas, y aspirar el aroma a flores que impregna el ambiente que se evapora por los rincones de los altares, a elevar una plegaria a la madre. Y el reencuentro con aquellos que año tras año solamente los ves en este concreto lugar y en este día singular que si no lo vives piensas que ha pasado un año en balde y parece que no transcurren los años.
El momento cumbre, tras la pausada y silenciosa procesión a ritmo de marcha, es la entrada de la virgen en el templo con ese paso marcial y balanceo que le caracteriza, al son del himno español, entre la alegría y la llamada catedralicia de la campana mayor combinada con el ligero desafine de la del reloj. Aplausos, vivas, temores, anhelos, lamentos, secretos, que se entrecruzan en las bóvedas ciegas de la nave central, y ¿dónde van a parar? Cada uno lleva su cruz y busca fuerzas para llevarla en estos momentos en que todos vamos a una. Pero el culmen de la jornada es el canto del himno de la Virgen de la Cabeza, el pueblo al unísono y acompañado de los compases de la veteranía musical y el empaque de los vientos al son de una canción que combinada con la música surge una oración que es como el padre nuestro ibañés, para momentos gloriosos, o en los que estás hundido en las miserias del alma, y como colofón, los vivas sucesivos, en especial el de “Angelete”, al que nadie se adelanta. Y siguen sonando aplausos enfervorizados, tras esa melodía cantada a la que se le escapan matices de marcha militar y rasgos jazzísticos, entre el heroísmo y dramatismo de sus acordes, hasta que nos damos por vencidos y nos vamos a cenar.
Abril de 2016
¡Viva la Virgen de la Cabeza!
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